Bicentenarios

 

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Marco histórico

Roma configuró, latinizó y dio unidad política y administrativa a Hispania, una más de las provincias del Imperio romano, como Galia o Britania. El emperador Constantino el Grande acepta a los cristianos –Edicto de Milán, 313– y más tarde se declara cristiano y es bautizado. El emperador Teodosio (347-395) –que era hispano, como nacidos en Hispania lo fueron Trajano (53-117) y Adriano (76-138)– estableció el cristianismo, en 380, como religión oficial del Imperio. El Imperio romano cristiano deja de concebirse como un Imperio rodeado de bárbaros y pretende hacerse universal (católico), tratando de incorporar al nuevo orden a todos los demás pueblos de la Tierra que presionan sobre él y amenazan siempre con destruirlo. Se ha dividido en dos polos, Roma y Constantinopla.

Pero en el siglo V, los pueblos bárbaros del norte que lo rodean, atraviesan el Danubio y se infiltran en las provincias romanas descomponiendo el Imperio de Occidente. Las partes descompuestas de este Imperio se reorganizan como reinos sucesores: el reino de los francos en la Galia y el reino de los visigodos en Hispania, principalmente. El Imperio romano de Constantinopla, el Imperio Bizantino, se mantiene e incluso pretende recuperar, con Justiniano en el siglo VI, las provincias perdidas.

En los siglos VII y VIII el Islam –una herejía del cristianismo católico, según la fórmula de San Juan Damasceno– hereda el imperialismo ecuménico cristiano y rodea por el sur al Imperio de Constantinopla y a los reinos sucesores de Roma. El Imperio bizantino resistirá durante siglos la presión del Islam, hasta que en 1453 los musulmanes entran en Constantinopla. Los reinos de Occidente también serán invadidos por las oleadas musulmanas, que arrasan los reinos occidentales. Pero en Covadonga (722) y en Poitiers (732), el impulso musulmán puede ser frenado.

Este primer impulso de resistencia, en Covadonga y en Poitiers, se transformará en muy pocos años, y necesariamente si quería mantenerse, en un impulso de avance indefinido como único modo de detener la presión del Islam, de «recubrir» su Imperio con otro Imperio universal (y no de mera resistencia). El imperialismo surgido de estos reinos sucesores occidentales no está por tanto inspirado solamente por el imperialismo musulmán sino que tiene, él mismo, orígenes cristianos, católicos.

Gracias a esta transformación imperialista del primer impulso de resistencia, el orden cristiano de Occidente podrá mantenerse frente al Islam siglos después del hundimiento del Imperio bizantino. En una dialéctica que afectará, como es natural, a los propios enfrentamientos entre los Estados cristianos emergentes: en 808 –mil años antes de que en 1808 las tropas de la Francia de Napoleón invadieran España– tuvo lugar la Batalla de Roncesvalles, en la que Bernardo del Carpio, sobrino de Alfonso II, rey de Oviedo, venció a Roldán, sobrino de Carlomagno, enfrentamiento que señala simbólicamente el inicio de las relaciones que a lo largo de los siglos mantendrán España y Francia. Bernardo y Roldán fueron dos de los héroes, durante siglos, de esas naciones históricas. Cuando Carlos de Gante llegó a España en 1517, desembarcando en Asturias para asumir la responsabilidad de regir el Imperio español, las autoridades de Aguilar de Campoo decidieron honrar al futuro emperador abriendo en su presencia la tumba de Bernardo del Carpio, y entregando a quien iba a ser el emperador Carlos I la espada victoriosa de Bernardo, el noble de Oviedo. Poco importa que se tratase de la misma espada que empuñó Bernardo o de otra espada en la que se inscribiera el nombre del vencedor de Roldán, pues lo verdaderamente importante es aquella voluntad de significar una continuidad histórica, que transcurridos entonces siete siglos, no era otra que la de España.

El impulso imperialista de los reyes de Oviedo y sucesores, que asumirá durante siglos la forma de una «reconquista» del reino de los visigodos, no se agota en tal forma. Pero la consolidación y crecimiento del nuevo reino exigirá, por razones estrictamente estratégicas, a la muerte de Alfonso III, en el 910, el traslado de la capitalidad del reino de Oviedo a León. Y aquí se formarán nuevos reinos cuyo origen está vinculado siempre a los primitivos, como puedan ser los reinos de Navarra, Castilla o Aragón (en cuyo reino se englobará después Cataluña). Todos ellos coordinados en un proyecto imperialista implícito que culminará con la toma de Granada en 1492. Pero que no se detiene allí. El impulso imperialista que moldearon desde el principio los reyes de Oviedo no se identifica por tanto con el proyecto de la Reconquista, lo desborda. Los Reyes Católicos, si apoyaron a Colón, no fue tanto, o únicamente, para abrir un nuevo camino hacia Poniente que les llevase a China, al Japón o a la India, sino, sobre todo, para poder envolver a los musulmanes por la espalda, a los musulmanes que acababan de entrar por Constantinopla y se disponían a pasar el Danubio.

Cristobal Colón se murió sin saber que en el viaje de la Pinta, la Niña y la Santa María se había descubierto un nuevo continente, un Nuevo Mundo que hasta entonces permanecía desconocido para todos los hombres. E ignorado también, por supuesto, por los mismos hombres que lo habitaban, fragmentados en sociedades y lenguas separadas entre sí, y que no tenían, ni podían tener entonces, categorías para definir concepto geográfico tan preciso: identificar el Abya Yala de los cuna con un supuesto concepto de continente americano prehispánico no es más que un falso mito oscurantista alentado por ideólogos ignorantes e interesados.

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